jueves, 12 de diciembre de 2013

Desbordante


Pizza de Lucio, según publicidad web


           Detesto Buenos Aires; es más fuerte que yo: su escala, su volumen, su cantidad de autos y gente me desborda y abruma. Por lo menos las primeras horas; hasta que me acostumbro. Pero lamentablemente pocas veces voy mucho tiempo. Y cuándo lo hago termino tan cansado que difícilmente puedo disfrutar lo que la CABA tiene para ofrecerme. Que ciertamente es mucho y muy bueno. 
          Entre la cantidad enorme de cosas que la Capital Federal dispone en calidad y cantidad miticamente únicas, están sus Pizzas y Pizzerías. L'otro día tuve la oportunidad de disfrutar de una de ellas. De casualidad di con una de las mejores Pizzas a la piedra que he comido en mi vida.


             Una hora y media de viaje: cuarenta y cinco minutos de autopista y otro tanto para llegar a destino a través de las calles de Buenos Aires. Tipo dos y cuarto pudimos, mi familia y yo, dejar el auto en un garaje a $30 la hora. Daba por Scalabrini Ortiz; la tomamos rumbo a la avenida Santa Fe. La primera calle que nos cruzamos fue la Güemes. En la esquina opuesta en diagonal a la que estábamos, se podía leer Pizza y Pasta. Y en letras más grandes y por encima de estas se destacaba Lucio. A la distancia, el local destilaba formalidad y pituquería, dos detalles que no me agradan en absoluto. No obstante había algo que me incitaba a ingresar y pedir una de Musa.
               Nos supeditamos a los caprichos del tránsito porteño y sus semáforos: cruzamos Escalabrini Ortiz, luego Güemes y finalmente nos adentramos en la Pizzería que tenía mucho de restaurante, demasiado tal vez para mi gusto.  No se trata de una esquina grande, tampoco pequeña: unos 120 metros cuadros de salón y otro espacio similar para depósito cocina y baños. Todo empotrado en un edificio que como nuevo podemos datarlo de la década del 20.
                Contabilicé sin mucha precisión tres mozos para veinticinco mesas de cuatro comensales cada una. El sólido mobiliario de madera oscura contrastaba con las paredes color crema del interior y exterior. Un reducto con grandes vitrales dónde cabían unas cuatro o cinco mesas daba testimonio que alguna vez hubo lago llamado sector fumador; y hoy da la apariencia de un salón vip que no es tal: se encuentro abierto a cualquiera que desea adentrarse en él.
               Un detalle a tener en cuenta: para ir al baño hay que bajar y subir escaleras. Cosa que no es para cualquiera. Pero afortunadamente esto todavía no constituye un impedimento para mi. Así que aproveché que tenía unos toiletes a pocos metros: bajé por la escalera y me fui al biorci. Una vez dentro me dispuse a vaciar mi vejiga. Al lado del único mingitorio había un cartel plastificado que colgaba de un hilo; bastante grande y dedicado a las virtudes anti cancerígenas de la Pizza merced a la salsa de tomate.
                 Al volver a la mesa, el pedido ya había sido realizado: sorrentinos con salsa blanca, tallarines con salsa fileto y una Pizza mediana de provolone, Y tres gaseosas. La charla se desarrolló como de costumbre, sin ningún tema en particular, mientras nos devorábamos unos pancitos sin nada con qué untarlos. 
                 En menos de quince minutos el pedido estaba ante nosotros. Todo muy abundante. La Pizza, a la piedra y de unos veinticinco centímetros de diámetro, estaba cortada en seis porciones. El mozo se encargó de servir las dos primeras. La masa era particularmente especial: aunque a la piedra, acusaba unos cuatro milímetros de espesor en toda la superficie y aumentaba sensiblemente en los bordes. A propósito de los bordes, estos estaban desprovistos de queso y algunas aureolas negras producto del exceso de calor hacían vaticinar que uno se las tendría que ver con una masa crujiente y algo reseca. Pues no; todo lo contrario: esponjosa y de ojos grandes.
                   Cargada sin mezquindad, la Mozzarella y el Provolone se combinaban en proporciones ideales, tanto entre ellos como respecto de la masa. Lo único que se le puede acotar en este punto es que el queso en cuestión no detentaba esa cuota de sabor contundente típico del Provolone que deja cierto efecto residual en el paladar. Y que uno espera al solicitar este tipo de Pizza.
                  El detalle más distintivo lo constituye la salsa. Tal vez para demostrar una coherencia tangible con lo postulado con el cartel del baño, este ingrediente está presente sin ambages. Lo que sólo acontece con Pizzas caseras, sucede aquí como rasgo característico: la salsa se desborda de las porciones en cada bocado al que uno le clava los cubiertos. Este detalle poco frecuente se ve deslucido por la clase de salsa: poca cocción y una alta dosis de ajo la asemejan a una fileto bastante mejorable. Su color pálido también resulta poco sugerente para los amantes de las salsas con personalidad. De todas maneras el detalle infrecuente está, y cabe destacarlo positivamente.
                      Una Pizza mediana alcanzo holgadamente para dos personas. Los platos de pastas también resultaron más que suficientes. En cuarenta minutos habíamos comido confortable y abundantemente. Pedimos la cuenta, pagamos y seguimos con nuestro derrotero. Todo $268.
                     
 

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