miércoles, 7 de noviembre de 2012

Simpleza y rusticidad 2





       Cómo decíamos en la primera parte de este texto, la cerveza, quizá por su origen medieval, místico y monacal, pareciera tener la facultad de trasladar su simpleza y rusticidad a aquellos que la elijen como bebida preferida. Al igual que una iglesia pagana, un pub, generalmente inglés, una cervecería artesanal o brewpub, son los mejor lugares para detectar las marcadas similitudes entre la cerveza y aquellos quienes profesan el culto cervecero.
         Adentrados ya en esta suerte de herético templo gastronómico, uno se debe dirigir hacia el sitio que oficia de altar. Por lo general, la barra de los pub acoge a quienes deciden ir a tomar una cerveza. Esta frase en boca de estos habitúes adquiere un significado casi literal. Se acude a este sitio para no hacer otra cosa que tomar cerveza. Todo lo demás pasa a segundo plano. Cualquier detalle que en otro contexto sería altamente reprochable, queda automáticamente minimizado si la diosa birra cumple con las pocas exigencias de sus feligreses. 

            Muy posiblemente haya quienes no. Pero por lo general aquél que asiste a un brewpub sabe perfectamente bien a qué atenerse. Las reglas y los roles aquí dentro están claros y bien definidos. A este tabernáculo se acude para rendirle culto al elixir elaborado a base de cebada, lúpulo y levadura. Y como es de prever, la mejor manera de mostrar reverencia a la cerveza, es bebiendo.
         En esta suerte de monasterio non sancto, como ya hemos dicho, la barra oficia de altar o confesionario, según el día y la personalidad de cada feligrés que acude, al igual que la grey de cualquier iglesia de espíritu redentor y pretensión ecuménica, en busca de lo que difícilmente puede encontrar aquí afuera: compresión, sosiego y la posibilidad de hallarse consigo mismo.
       Estamos tomando por caso al feligrés que asiste al brewpub solo y a consciencia -muchas veces en días y horarios no habituales- y no de aquel que lo hace disimulado en y arrastrado por el siempre presente grupete de amigos, que por lo general acuden en horarios y días en los cuáles asiste la gran masa de herejes y detractores del culto cervecero.
         Este arquetipo de fiel parte hacia el templo con una idea precisa: beber cerveza. Y muy raramente retorne a su hogar sin haber cumplido en tiempo y forma con lo que marca el rito. Acodado en el altar el feligrés se deberá enfrentar al Padre y sus monaguillos. En caso de ser necesario él lo asistirá para evacuar toda duda que se presente o para prestar su oído a cualquier comentario con o sin sentido de nuestra parte. E incluso tiene la facultad de decretar sin demasiada explicación que la cerveza que acabamos de terminar ha sido la última, y que ya es hora de volver a casa.
       Aquellos que se acercan a estos lugares en las condiciones descritas  tienen pocas pero insoslayables exigencias. El no cumplimiento de las cuales puede significar una afrenta difícil de tolerar y menos aùn de perdonar. Estas pretensiones de adopción reciente -los Argentinos tenemos una muy breve y mala historia cervecera- se pueden resumir en dos básicas: temperatura y amargor.
        La primera tiene un rango bastante flexible, entre los 4 y 8 grados; tal vez un poco más para las cervezas obscuras. La segunda muchas veces reviste mayor importancia que la primera. Aquí estamos haciendo referencia a estrictamente al amargor derivado del lúpulo y no de la malta tostada.
Todos los demás atributos, como aroma, cuerpo, color, espuma, etc. suman, por supuesto. Por qué negarlo. Pero son de importancia notoriamente secundaria. Todo aquel que pretenda darle mayor relevancia a esto último, a nuestro entender, no estará haciendo otra cosa que trasladar innecesariamente a la noble cerveza vicios y ritos propias de otras bebidas.

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