domingo, 29 de septiembre de 2013

Triplete, 2da. Parte

         Llegamos a 64 entre 18 y 19;  estacionamos ambos autos a metros nomás de Quijote, bajamos de los coches y acometimos finalmente con nuestra noble empresa de comer y beber. Debo reconocer que había pasado cantidad de veces frente a esta Pizzaría y nunca me percaté de su existencia.
        Dejamos atrás una puerta corrediza de hierro para ingresar al local: pequeño, acogedor, con piso de madera y paredes mayormente pintadas de naranja con ciertas pretensiones para lo que uno podría estar tentado en llamar una típica Pizzería de barrio. Etiqueta que en mi caso personal, no connota nada negativo.
           Sólo dos comensales dentro del local. Enfrentados, mesa de por medio, dos hombres, obesos y de no más de cuarenta años, disfrutaban de una charla de amigos que daba la impresión ser bastante importante. Por lo demás, toda la Pizzerìa era para nosotros. Con música tenue y sin televisor que interfiriera en nuestra conversación.
         Según contó Diego, al comienzo Quijote fue sólo un delibery de Pizzas y empanadas. Luego se amplió para calle 18, dando lugar a un salón de unos 8 metros cuadrados aproximadamente dónde actualmente yacen 8 mesas; en su gran mayoría para cuatro personas cómodamente sentadas.
       Elegimos la mesa, nos sentamos, y pedimos la carta, todo en ese orden y sin solución de continuidad. Poco minutos más tarde, pedimos media de cuatro quesos y media de pepperoni -la primera de esta clase que iba a engullir en mi vida-. Además adjuntamos tres porrones de cerveza Berlina: uno de Golden Ale, otro de IPA y por último una Foreign Stout.
         La mesa elegida, alejada del ventanal que da a la calle 64, y contigua a la pared opuesta, permitía ver lo que, se supone, fue el negocio original. Separado del salón propiamente dicho por un mostrador que parecía tener aspiraciones de barra, se podían ver grandes asaderas llenas de empanadas, cajas de cartón apiladas y masas de pre Pizzas unas sobre otras, que parecían esperar quién sabe qué.
        La mesa, construida sólidamente en madera y pintada de negro -como las otras siete- estaba constituida por dos mesas que en cualquier otro boliche hubieran previsto alojar cuatro comensales cada una. Situación que, como ya dije, permitía estar muy cómodo.
        Junto con la cerveza, la moza, diligente y servicial, trajo una una pequeña cazuela con maníes fritos y unos trozos de pan con queso para untar. Vertió un poco de cerveza en las copas que correspondían a cada uno de nosotros; por supuesto en cada copa, una clase diferente.
         La moza se disponía a retirarse cuándo la detuve para transmitirle la siguiente inquietud.
_ ¿Hoy es el día del Pizzero? _A continuación relaté brevemente lo que nos había sucedido hasta llegar aquí.
_ Que yo sepa, no. _Esbozó. Se hizo un pequeño silencio y repentinamente agregó. _Ah!!! Hoy es martes. La Pizzerías cierran los martes. _Aclaró. Luego terminó de precisar, _nosotros cerramos los lunes.
         No pude disimular demasiado mi cara de asombro: en más de cuarenta años de comedor de Pizza, nunca siquiera sospeché que existiera esta costumbre en La Plata.
          La moza se retiró y quedamos solos: nosotros, las cervezas y nuestras ganas de beber. Sin mediar palabra, tomamos nuestras copas y las alzamos para brindar por nuestra amistad. Acto seguido, vertimos su contenido en nuestros estómagos. Degustamos, saboreamos, disfrutamos e hicimos rotar las copas en sentido arbitrario, para poder apreciar cada uno de nosotros los tres tipos de cerveza que habíamos pedido.
          En general las tres estaban muy por encima de la media de cualquier cerveza comercial. No obstante, uno debe ser franco con uno mismo: muy poco gas; tanto es así que pocos minutos luego de ser servidas, ya casi no tenían espuma. Y uno debe ser un amante incondicional de la cerveza para poder disfrutar de una birra sin gas. En este caso particular me atrevo a decir que no es culpa de la cerveza en sí misma. Muy posiblemente el tiempo transcurrido desde su embotellamiento, el hecho de no ser pasteurizadas y las condiciones de almacenaje entre otras cuestiones más sutiles hayan influido en el estado final de la cerveza que estábamos bebiendo. Muy a pesar de esto, las tomamos gustosos y en contados minutos pasaron a ser sólo material para esta crónica.
         No era poco. Pero tampoco representaba un exceso lo que disponíamos para elegir: Heineken, Corona e Imperial negra. Optamos por la morocha, de lo mejor del mercado en cuanto a la relación precio-calidad. Pedimos una, servimos, tomamos y continuamos charlando mientras relojeába lo que sucedía del otro lado de la barra mostrador, con la intención de anticiparme al arribo de la Pizza.
         Cuándo menos lo esperábamos, las dos mitades de Pizza solicitadas fueron colocadas ante nosotros. La moza retiró la panera y se marchó hacia la barra. La tabla sobre la cual descansaba el manjar esperado era de pino blanco y dejaba ver cierto uso y otro tanto maltrato; nada fuera de lo normal. Por un momento me quedé observando la Pizza: daba la impresión de ser unos centímetros más grande que lo común. Pero era sólo una impresión, supongo. Sin embargo había otro detalle que figuraba en la carta y al cuál no le presté atención hasta ahora: la cuatro quesos portaba también jamón cocido bajo el manto di formaggi.
          Cada uno eligió su porción y nos dispusimos a comer. Personalmente comencé por la de pepperoni. Algo extraño para mí, debo admitirlo, dado que eso que llaman peperoni, acababa de aprender -y sólo según el Pizzaiolo de Quijote*-, se asemejan bastante a los pickles. Y los pickels,  no me gustan. Para nada. Sin embargo, esta Pizza de pepperoni terminó por gustarme más de lo esperado.
          Tras el tercer bocado, confirmé lo que me había parecido luego de masticar el primero: la masa no era de las mejores que uno puede encontrar en La Plata: a la piedra, pero no finita como una ostia, resultaba una suerte de pan apelmazado que distaba bastante de una recomendable masa de Pizza. No obstante, esto le otorgaba cierto cuerpo, lo que permitía manejar tranquilamente lo que uno se llevaba a la boca.
              Al promediar la primera porción, la mía al menos, llamamos a la moza y repetimos la Imperial Stout. La birra no tardaría en llegar. Hasta tanto, seguimos comiendo sin prisa, pero sin pausa. Las dos mitades estaban generosamente cargadas. Ozaría decir en su punto ideal. Pero el queso no se derramaba de manera incontenible sobre la pizzera. Tal vez a causa del tipo de queso o quizá por la cantidad de calor que traía la Pizza consigo: podía comerse sin sentir que uno se sometía a una suerte de juicio medieval.
             La porción de peperoni llegó a su fin. Le siguió otra de cuatro quesos, que en unos cuantos minutos corrió la misma suerte que la anterior. Con ésta confirmé todo lo dicho de la primera: ésta también se hallaba bien cargada; inclusive la dosis de jamón iba más allá de lo previsible. No así los quesos que, según la carta, no debían ser mozzarella; apenas se podían vislumbrar unas pequeñas notas de queso azul. La clase de los dos restantes será una incógnita que mantendré sin respuesta hasta que vuelva a Quijote.
             Continuamos charlando, comiendo y bebiendo hasta que no hubo más que masticar. Momento en el cuál pude constatar un dato no menor: con una sola Pizza habíamos quedado satisfechos los tres. Seguimos poniéndonos al día con una variada y arbitraria agenda de temas. Matizamos la charla con lo que quedaba de cerveza y aproximadamente una hora más tarde, pedimos la cuenta.
               Sin hacerse esperar, la moza nos acercó el ticket que decía con tinta muy tenue $234.
               Pagamos, dejamos propina y nos retiramos.


*Según fuentes consultadas, la verdadera Pizza de pepperoni, no posée ajies, sino embutidos picantes bastante similares a longaniza calabreza.

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